La compañía cinematográfica lleva casi tres décadas moldeando las mentes de los más pequeños, pero no solo las suyas
El otro día fui a ver Del Revés 2 al cine y, de alguna manera, me volví a sentir como un niño pequeño. La película me gustó, pero no es eso de lo que voy a hablar aquí.
Hay dos motivos por los que la vi: porque me apetecía, ya que soy fan de la primera parte, pero sobre todo porque tenía que preparar el último programa de La Cantina del Cine (el podcast que deberías escuchar).
Para preparar dicho programa, un especial sobre Pixar, o más concretamente sobre uno de sus mejores directores, Pete Docter, tuve que ver otras cuatro películas de este director.
Atentos, porque en pocas palabras voy a reunir tanto talento y calidad que queda claro que los que desprecian la animación como un género menor realmente no saben lo que están diciendo.
Las cuatro películas que vi fueron Monstruos S.A., Up, Del Revés y Soul. Serán "dibujitos", pero son tres obras maestras y una película muy buena (Soul).
Verlas, por vez número un millón en muchos casos, me hizo darme cuenta de una cosa. No es que estas películas me gusten. No. Esto es otra cosa. Estas películas me llegan. Me traspasan, me superan y tocan fibras de mi interior que, por lo general, están muertas y marchitas desde hace demasiado tiempo. Pixar tiene ese efecto en mí. Y no sólo en mí.
Sé que mi relación con estas películas no tiene nada de especial. No soy el rarito de gustos especiales, sólo soy uno de los muchos que luchaba por contener las lágrimas durante esa escena muda del principio de Up, que ya es historia del cine por méritos propios.
Y es que sí. Pocas cosas hay más universales que Pixar o su mensaje. ¿O acaso piensas que los niños del Congo no creen que sus muñecos están vivos? Pixar supo ver lo que todos ya sabíamos, y luego lo plasmó una y otra vez de forma magistral, haciéndonos a todos un regalo que nunca podremos agradecer lo suficiente.
Como siempre digo: el cine es emoción. Y pocas compañías han entendido esto tan bien como Pixar, que ha hecho de esta idea el lema de todas sus películas. “Emociónales”, deben pensar, “que con eso ya lo tienes todo hecho”. Y no se equivocan.
Son ya tres décadas de películas que, en el peor de los casos, me han dejado un recuerdo agradable y, en el mejor, me han dejado sin palabras, sintiéndome pequeño e insignificante al lado del talento de los artistas de la compañía.
Antes temía crecer, hacerme mayor (más aún) y dejar de sentir ese no sé qué en el estómago cuando veía una de sus películas. Cada vez ese miedo está más atenuado, esa es la verdad, pero nunca llega a desaparecer del todo. ¿Por qué?
Pues porque ya no recuerdo la última vez que hablé con mis juguetes y ellos me respondieron. Hace siglos que no miro un hormiguero y me lo imagino como una gran ciudad con distintos habitantes. No me preocupa que haya un monstruo en mi armario y casi he olvidado que la risa es más poderosa que el miedo.
Sé que ni mi familia ni yo tenemos nada de increíbles, y que mi coche no va a responder cuando le doy ánimos para subir una cuesta empinada. Ya no espero que una rata solucione todos mis problemas, y ese mundo de robots recogiendo basura y humanos incapaces de moverse me parece más cercano que nunca.
Sinceramente, ya sólo tengo ganas de llenar mi casa de globos y marcharme a otro lugar. A cualquier otro. Me da igual. Solo me preocupa que, cada vez más, siento que la tristeza ha cogido el volante de mi vida y que es la alegría la que está encerrada en un círculo pequeñito del que no la dejan salir.
Me acuerdo de los míos, los que ya no están. Y siento decir que sé que no están en un mundo paralelo que yo pueda visitar tocando una guitarra. Ya no creo que quede nada de magia en este mundo. Sólo veo gente enfadada que actúa como si los demás estuvieran hechos de otro elemento que no se puede mezclar con ellos.
Hace mucho que dejé de soñar. Pero quizá sea precisamente por eso por lo que me emocionan tanto las películas de Pixar. Porque las necesito más que nunca. Y porque me recuerdan que, aunque ya no hable con mis juguetes, cada vez que voy a casa de mis padres y veo a mi viejo osito de peluche tirado en la cama de mala manera, siempre lo coloco bien, con la cabeza apoyada en la almohada y los brazos sin doblar. Porque, a pesar de todo, sigo queriendo que esté cómodo.
Eso es Pixar para mí. El recordatorio de que un día fui un niño ilusionado y feliz, y que ese niño sigue estando dentro de mí. Y que nunca se irá del todo. Supongo que no puedo pedir mucho más.